domingo, 17 de julio de 2016

¿Es posible vivir la austeridad en el mercado del consumismo? 5 preguntas que debes responder





María Belén Andrada, catholic-link
«Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevarte contigo nada de lo que has recibido, solo lo que has dado» decía el pobrecillo de Asís. Así mismo, no podremos llevarnos ni nuestra casa, ni nuestro smartphone, ni nuestro par de zapatos, ni tantas cosas. Pero… ¿significa que no tenemos que tenerlas? Aunque no pueda usar mi celular en el Cielo, en la tierra sí me hace falta. A excepción de aquellas personas a las que Dios pide un voto de pobreza absoluta –como se la pidió al gran santo que fue Francisco–, el grueso de la población se mueve entre cosas, con cosas y deseando cosas. Cosas, cosas, cosas, más cosas… ¿Cómo vivir la austeridad y la sobriedad siendo personas que trabajan, ganan un salario, salen a cenar, etc.?

Te comparto algunas preguntas, cuyas respuestas podrían marcarte un itinerario para conseguir el equilibrio entre la austeridad y el ritmo de vida moderno.

1. ¿Lo necesito?

No voy a hablar de cantidades ni de diversidades. Lo que mi hermano puede necesitar, es distinto de lo que yo podría necesitar. Pero ¿qué implica el «necesito»? Según la Real Academia Española una necesidad es la «carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida». Esta definición me asusta, porque… ¿no me compraré una blusa nueva, porque no es menester para la conservación de mi vida?

Creo que al hablar de necesidad como necesidad, es muy poco lo que podríamos nombrar como tal. Pero podría ser cierto que «necesito”» una computadora, porque mi trabajo me lo demanda. «Necesito» un auto, porque en mis circunstancias familiares sería conveniente, ya que tengo seis hijos a los que llevar a la escuela y a distintas actividades. «Necesito» un traje, porque soy presidente de una empresa y, por caridad, buen ejemplo, etiqueta y demás, tengo que dar una buena impresión.

En fin, quizás la «necesidad» esté marcada por un criterio mucho más exigente que el del diccionario: el de la propia conciencia, la rectitud de intención y la reflexión respecto a la utilidad de nuestra adquisición.

«Yo necesito pocas cosas y las pocas que necesito, las necesito poco» (San Francisco de Asís).

2. ¿Qué pasaría si no lo compro?

Una vez respondida la primera pregunta, podemos llegar a la conclusión de que quizás sí, necesitamos realizar una compra. Pero la verdad es que… ¡ahora mismo no tengo dinero! Entonces, aunque necesite un auto: 1. espero; 2. realizo un préstamo; 3. empiezo una novena a San Expedito.

Quizás no tenga a mano una estampa a San Expedito o quizás no tengo credibilidad bancaria para realizar un préstamo. Entonces… espero. La austeridad, más que a «no tener» es la que debe llevarnos a no apurarnos, a no desesperarnos, a buscar los mejores precios, a sopesar opciones, no ser impulsivos. Me atrevería a decir: ¡saber amar este tiempo en el que no tengo lo que me hace falta! Porque quizás en esa espera siga pasando alguna necesidad, que trae consigo alguna incomodidad, y eso no es malo: podemos ofrecer tales incomodidades por aquellos que tienen incluso menos que nosotros, podemos llevarlas con alegría y una sonrisa y, una vez obtenido lo que deseábamos, ser mucho más agradecidos.

Esto por un lado. Por otro, en este punto quisiera que reflexionemos también sobre la cantidad de lo que tenemos. ¿Es verdaderamente imprescindible que tenga el mismo modelo de pantalón en distintos colores? ¿Tres bolígrafos, uno por si se me pierde el de repuesto? Acumulamos o tenemos «por las dudas», sin preguntarnos si realmente es útil, necesario o si hace una diferencia tenerlo como no tenerlo.

También, claro, dependerá la situación de cada uno. Quizás sí me hace falta tener 3 blusas iguales, porque es parte de un uniforme y por mi contexto no me da tiempo de lavarlo todos los días y qué se yo: cada quien debe reflexionar, con sinceridad, sobre su propia vida.

«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 19-21).

3. ¿Para qué lo quiero?

Aquí podemos analizar si lo queremos porque nos ayudará a trabajar, estudiar, servir mejor… o si es un lujo innecesario, que responde a un capricho. O quizás nos haga la vida más cómoda, pero es un costo que podríamos suprimir. Quiero compartirles un fragmento de una entrevista que hicieron a San Josemaría Escrivá de Balaguer, donde el santo comparte algunos matices de lo que hablamos:

«Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuanto según esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás, para que todos puedan servir mejor a Dios. La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal —además de las normas diarias de piedad— el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una palabra, encontrando lugar para el servicio de los demás y para sí misma: sin olvidar que todos los hombres, todas las mujeres —y no sólo los materialmente pobres— tienen obligación de trabajar: la riqueza, la situación de desahogo económico es una señal de que se está más obligado a sentir la responsabilidad de la sociedad entera. El amor es lo que le da sentido al sacrificio».

4. ¿Qué hago si me falta?

¿Me quejo? ¿Lloro? (aunque suene ridículo, puede pasar) Es fácil lamentarse, a veces en serio y a veces en tono burlón, pero quejarse al fin, señalando lo que no tenemos. Desde lo pequeño hasta lo grave. ¡Pero eso nos distrae del agradecimiento! ¿Qué? ¿agradecer lo que no tengo? Sí. Si somos agradecidos –y digo «si somos», porque en muchas oportunidades también nos falta dar gracias por las tantísimas cosas que tenemos–, lo somos cuando recibimos. Son pocas o nulas las ocasiones en las que nos detenemos a pensar en que quizás no tenemos lo que deseamos porque… nos conviene. ¿Por qué? Ni idea. ¿Para qué? Hay que preguntárselo a Dios: ¿quieres, Señor, que me esfuerce más?, ¿quieres que aumente mi fe, que pida más o que confíe más? ¿Que sea más desprendida? ¿Es que me falta amor, y quieres purificar mis afectos? ¿Tal vez me falta ser más generosa?

«Por tanto, no os preocupéis, diciendo: “¿Qué comeremos?” o “¿qué beberemos?” o “¿con qué nos vestiremos?” Porque los gentiles buscan ansiosamente todas estas cosas; que vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todas estas cosas. Pero buscad primero su reino y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt 6, 25-34).

5. Si de verdad lo necesito ¡debo siempre volver al inicio!

Si nos fijamos, cada pregunta al ir respondiéndola, nos lleva de vuelta a la primera. Si no pasa nada, si solo es un capricho, si no me ayuda en mi trabajo o estudio ni para hacer apostolado, si solo me lleva a lloriquear por carecer de ello… no lo necesito.

Cuando puse este subtítulo, me puse a pensar en «el inicio». Quizás, como estamos en medio del mundo y necesitamos varias cosas para poder –como fui diciendo antes– trabajar, estudiar e incluso hacer un mejor apostolado y la vida más amena a los demás, no usaremos un par de hojitas a lo Adán y Eva, pero podemos, aunque sea como ejercicio, pensar en un tiempo más simple. Si antes –en la época de nuestros abuelos o, más cerca aún, de nuestros papás– podían vivir, sobrevivir y ser felices con menos… ¿será que de verdad nos hace falta lo que tenemos en mente o es una necesidad incentivada?

¡Advertencias!
1. Es fácil engañarse a uno mismo y a los demás: En todos los puntos que mencioné cito la sinceridad con uno mismo, por sobre todo. Porque muchas veces nuestras conciencias son muy condescendientes y no nos dejan sufrir ni siquiera un poquito. Y no está mal, a veces, pasar incomodidades, negarnos algunas cosas. O al menos esperarlas con paciencia.

2. Ser desprendidos no es sinónimo de no tener: La pobreza no está en «no tener», sino en qué hacemos con lo que tenemos y en cómo nos relacionamos con lo que tenemos; el fin de los medios con los que contamos. Por eso, si somos desprendidos,  todos podemos vivir esta virtud aunque «tengamos muchas cosas».

3. Es fácil caer en el extremismo: Reitero: no es malo tener cosas. No hay que, por escrúpulos, confundirse y no querer tener nada llegando a una situación donde nos mostramos andrajosos, faltamos a la caridad, no realizamos nuestro trabajo de la mejor manera, no adquirimos los estudios y la formación que podríamos tener para ser mejores profesionales –y por ende aportar a una mejor sociedad–, etc. Para evitar esto, hay que volver a la primera advertencia y también asincerarse si uno vive una falsa pobreza por descuido, pereza o algún malentendido desprendimiento o fariseísmo, que en realidad es la soberbia que quiere ser «compadecida».

4. A veces nos podrá faltar lo necesario… Fuera del auto, la casa, la blusa o las cosas que mencioné… pueden llegar tiempos en que falten cosas verdaderamente necesarias. ¿Si me quedo sin trabajo? ¿Si no tengo para dar de cenar a mis hijos? ¿Si no puedo pagar mis estudios? Igualmente, creo que algunos consejos aplican: agradecer la pobreza que nos identifica con Cristo, al mismo tiempo que, con confianza y oración, poner los medios humanos para obtener aquello de lo que se carece.

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